Un total de 15 personas,
ocho hombres y siete mujeres, se encerraron en una cueva el 14 de marzo para pasar
40 días aislados sin luz natural y sin reloj en Ariège, al sur de Francia, casi pegadito con Andorra. El objetivo del experimento es comprobar los efectos que tiene el aislamiento a largo plazo, especialmente cuando no se tiene percepción de los medidores básicos del tiempo.
Nada más leerlo me pareció curioso, pero lo cierto es que reflexionando me he dado cuenta de que es algo que practico al menos dos veces por semana y no sienta nada mal.
Cuando voy a yoga me paso una hora y media sin mirar el reloj. Intento desconectar al máximo para conseguir relajarme y centrarme en las posturas. Llevo practicando esta actividad unos cinco años y al principio me angustiaba mucho no saber si eran las cinco, las cinco y media o si quedaban menos de 20 minutos para acabar la clase.
No estaba acostumbrada a no saber el minuto exacto, así que luchar contra mis impulsos se convirtió en un ejercicio de voluntad propia y, aunque tenemos un reloj en la pared, he conseguido obviarlo. De hecho, al final de la clase hacemos un periodo de relajación-meditación que consiste en permanecer completamente inmóvil controlando la respiración (sí, a veces me quedo dormida). En esas primeras clases estaba obsesionada con saber cuánto tiempo había permanecido quieta en esa postura porque no era capaz de calcularlo, hoy en día he aprendido a que me dé igual.
Lo creas o no es una tarea difícil, vivimos constantemente conectados y en alerta, y por eso una de mis actividades favoritas es ir al cine. Las normas sociales me imposibilitan mirar el móvil y con ello me meto muchísimo más en la película, en casa me resulta casi imposible no acabar desbloqueándolo, revisando WhatsApp y perdiendo el hilo de la historia. Así que en las salas tiendo a mirar con desaprobación a quienes sacan el teléfono a mitad de la sesión para mirar la hora (o vete tú a saber qué), porque al final, a golpe de fogonazo de luz, me obligan a volver al mundo real.
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